¡Acción!

Ya era la hora. Dan caminaba lentamente hacia el centro del escenario. Un silencio se cernía sobre el gigantesco teatro a oscuras mientras bajo unos focos de luz tenue, el rostro del joven lucía misterioso y atrayente. Los ojos, usualmente marrones, parecían amarillos cuando los alzó hacia la luz para recitar sus diálogos y, entonces, el anfiteatro se llenó de una voz segura, clara, colorida, llena de matices. El público seguía hipnotizado cada uno de los movimientos del actor. Era como un pez en el agua. Dominaba el escenario de esquina a esquina. Gritaba, susurraba, reía y tenía a toda la asistencia en sus manos. Bien pronto – para la concurrencia- terminó su monólogo y se vio detrás de bastidores rodeado de una multitud de compañeros que lo elogiaban. Al fondo aún se escuchaba el eco de los aplausos. Sin embargo, ya no era aquel sorprendente actor. Solo era Dan, un chico de 19 años que respondía con tímidos y distraídos agradecimientos, evidentemente incómodo y fuera de lugar. Sobre el escenario era otro, se transformaba, pero al bajar de él volvía a ser el mismo de siempre. Como quien se quita un sombrero y lo deja a un lado, hasta la próxima ocasión.

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